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Asalto al banco central: Mucho envoltorio para una serie tan decepcionante como irritante

Ni siquiera la dirección de Daniel Calparsoro logra salvar una función lastrada por un guion que hace ridículos a los personajes y a las situaciones

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Desde el cartel a sus nombres propios, pasando por el atractivo de la propia historia, todo apuntaba a que Asalto al Banco Central no sólo era una de las grandes apuestas de Netflix para la temporada, sino que llegaba para ocupar un destacado lugar en el podio entre las mejores series españolas del año.

Sin embargo, el atractivo no va más allá del envoltorio. Basta el primer capítulo para asumir que estamos ante una gran trola en la que sólo se salva el diseño de producción y la dirección artística, porque todo lo demás resulta tan decepcionante como irritante, a causa de un inconsistente guion de Patxi Amezcua que, a un lado los anacronismos con los que aborda el ejercicio de la profesión periodística en la España hace más de 40 años, hace ridículos a muchos de los personajes y de las situaciones que recrea en su afán por compaginar realidad y ficción, los hechos y las elucubraciones, incluso decantándose por las segundas, por mucho que quienes han investigado a fondo los hechos las hayan descartado por completo y por ceñirlas al perfil protagónico del cerebro de la operación y a su capacidad para la inventiva.        

La historia, ya deben saberlo, se centra en el famoso atraco al Banco Central de Barcelona en mayo de 1981. El hecho de que apenas habían pasado tres meses del 23F y que los atracadores exigieron la excarcelación de Tejero para poner a salvo a los casi 200 rehenes, otorgó una enorme relevancia mediática a los hechos, amén de la trascendencia política, que alcanzó al nuevo presidente del Gobierno.

Todo eso se sabe, pero la serie lo amplía desde cuatro puntos de vista: el de una periodista novata (una María Pedraza insoportable), un policía experto en atracos (el otras veces más eficaz Isak Férriz), el gabinete de crisis (sólo Tito Valverde no parece disfrazado) y el líder de los atracadores (Miguel Herrán, el único que logra salvar la función -insisto, no por malas interpretaciones, sino por un guion que los trata de manera superficial-).

Ni siquiera el siempre eficiente Daniel Calparsoro, capaz de contar con corrección y ritmo historias de segunda fila, parece inspirado en esta ocasión, a excepción de los dos últimos capítulos, precisamente aquéllos en los que la ficción gana protagonismo y da rienda suelta a la subtrama conspirativa en favor del atractivo de un producto de entretenimiento rendido a la evidencia de que ni los atracadores del banco eran los más listos de la clase -más bien seguidores del cine quinqui de la época-, ni se acercan a la sofisticada planificación de los protagonistas de Plan oculto, por mucho que se establezcan paralelismos con cierta desgana.   

 

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