Con aquellos políticos que no se definen sobre posibles acuerdos o pactos futuros, al final corremos el mismo riesgo que se ha corrido en los pueblos y ciudades: que gobiernen aquellos que no han sido los más votados
Después de las elecciones en Cataluña, parece que la flama del independentismo se ha aplacado y que aquellos que hicieron de unas elecciones autonómicas un plebiscito para dividir a los catalanes en buenos y malos, secesionistas y unionistas, los del si y los del no, han aparcado sus reivindicaciones, como si estuvieran descansando para coger un nuevo impulso. A nadie se le escapa que ese movimiento separatista genera un efecto contrario en el resto de territorios de España movilizando el voto hacia aquellas opciones políticas que dan más garantía a los ciudadanos de que preservarán la unidad de nuestro país. Quizás ellos lo saben y por eso bajan el tono de sus reivindicaciones, cual zorro esperando que su presa se relaje. A cualquier grupo u organización que pretenda influir en las decisiones de los responsables políticos le interesa que enfrentarse a un gobierno débil y dividido, con múltiples flancos por donde atacar y posibilidades de medrar para imponer sus condiciones y criterios. Aquél que se venda a menor precio y permita mantener el “status quo” de ciertos lobbies o grupos de presión se ganará la simpatía de los que quieren poner en jaque el sistema para, una vez consumada la estrategia divisoria, imponer sus criterios obviando a la mayoría. Quizás algunos piensen que la fragmentación del voto favorece a la democracia, pero a la larga queda demostrado que ganarán los que tengan más capacidad de influir ante un parlamento fragmentado. Ya vimos que en España, aquellos periodos en los que los grandes partidos tuvieron que pactar para buscar apoyos de las minorías, dejaron tras de sí las mayores concesiones a los nacionalistas que, sin armar ruido, fueron ganando posiciones y atesorando competencias.
No es casual que determinadas formaciones políticas de reciente creación hayan encontrado el apoyo financiero, de gobiernos totalitarios unos y de grandes compañías otros, para convertirse en el espolón político de sus verdaderos interés. Un gobierno débil es presa fácil. Y que nadie nos confunda. Una cosa es el control del gobierno y la división de poderes y otra muy distinta la inestabilidad política continua. Una cosa es una línea editorial y otra muy diferente un acoso y derribo continuo, más propio de panfletos totalitaristas al servicio de un régimen. Y con aquellos políticos que no se definen sobre posibles acuerdos o pactos futuros, al final corremos el mismo riesgo que se ha corrido en los pueblos y ciudades: que gobiernen aquellos que no han sido los más votados por el pueblo por matemática partidista. Piénsalo, no nos interesa un gobierno débil.