Mi reflexión de hoy parte de un empacho digital, lo reconozco. Me encuentro harto de la dinámica y hábitos que como sociedad nos hemos autoimpuesto, en torno al dichoso artefacto que nos acompaña a todos lados.
Yo, que he crecido en un mundo en el que todavía no existía una presencia de lo digital tan prominente como la de hoy, siento nostalgia de un pasado-seguramente idealizado, no lo niego- donde manejábamos la vida en otros
tempos.
Leer hoy un periódico, de principio a fin, se ha convertido en una rareza. Tomar un café, sin bajar enseguida la cabeza en búsqueda de lo que se nos quiera ofrecer en ese momento tras la pantalla, en vez de observar nuestro alrededor o sumergirnos en nuestros pensamientos, también.
Las redes sociales mayoritarias se han convertido en trituradoras de contenido, en la que los usuarios somos a la vez actores y espectadores. En un consumo frenético de información, donde el estímulo es rápido y constante. Y donde el resultado final es, casi siempre, la insatisfacción.
Un hábito dañino que afecta a nuestra naturaleza; me sorprendo a mí mismo atrapado en la vorágine de la pantalla, sin saber exactamente porqué acudí al móvil. O interrumpiendo otra actividad que requiere de un mínimo de reposo, para atender una falsa urgencia, tras una luminosa o sonora llamada de atención. Y el maldito
tic, ya interiorizado, de pasar al siguiente vídeo, y al siguiente…
Detrás, unas corporaciones que lo único que quieren de nosotros son datos, y que pasemos el mayor tiempo posible hipnotizados en el disparatado bucle.
Me aterra pensar qué les ocurre y ocurrirá a las generaciones que han nacido en este delirante mundo digital en el que hemos decidido envolvernos, y que no han conocido otra realidad. Echo de menos otra época donde existía un peso en nuestras acciones, un rito, una trascendencia en el esfuerzo, y un tiempo suficiente para reposarlo todo.
Un joven de ahora nunca sabrá lo que supone escoger, abrir, leer, escuchar y disfrutar, de principio a fin, un disco de música. O enviar una carta. Un abogado que empiece ahora no vivirá la experiencia de acudir a los tomos del repertorio de jurisprudencia para buscar, y finalmente encontrar con enorme alegría, la sentencia que podría cambiar el devenir del pleito que tiene encomendado. Ahora, le bastará con pedirle desapasionadamente a la IA que le haga el trabajo, mientras, en un gesto involuntario, inclina la cabeza hacia la pantalla, y se pierde una vez más en la vorágine.
Y un niño no sabrá lo maravilloso que es aburrirse, y lo que viene después. Porque para entonces ya tendrá una pantalla delante vomitando contenido.