Hace unas semanas falleció la actriz italiana
Monica Vitti. El obituario que le dedicó el crítico de cine sevillano,
Carlos Colón, arrancaba con una referencia a una de sus películas más populares,
Modesty Blaise; más aún, con una alusión al recuerdo del momento en el que vio aquella película: en el cine Juncal, en pleno verano, y sin olvidar el olor a pino que desprendía la refrigeración y que se esparcía por todo el patio de butacas.
José Luis Garci acaba de publicar un libro en el que relata la primera vez que vio
Lo que el viento se llevó; y lo hace a partir de su experiencia en el cine donde se estrenaba, el Palacio de la Música de la Gran Vía madrileña, del que describe a los porteros y acomodadores luciendo uniformes elegantes, el bar del cine, la sala de proyección, el telón…, todo un mundo de fascinación que iba más allá de la propia película, o que formaba parte de la comunión con ésta o cualquier otra película.
Joan Manuel Serrat le dedicó una canción al cine Roxy –
Los fantasmas del Roxy- cuando se anunció su demolición para levantar un banco en su lugar. En la letra, en la que recuerda que, a su gusto, le faltaba “el gallinero con bancos de madera oliendo a zotal”, fantasea con las películas de las que disfrutó allí mismo siendo joven y con las apariciones fantasmales en blanco y negro de sus protagonistas en el hall y ante la ventanilla de la sucursal.
François Truffaut incluía un flashback en
La noche americana en el que se retrataba a sí mismo de niño robando en un cine los “affiches” de
Ciudadano Kane, y
Kenneth Branagh recrea en
Belfast los momentos de felicidad vividos junto a su familia en el cine de barrio de su infancia.
En todos ellos hay un mismo componente argumental: el cine en el cine, descrito como una experiencia que va más allá de la propia película, como una huella impresa en nuestra memoria, y en la que conviven el cine –ir al cine- como acontecimiento de evasión o atracción, y el cine –la película- como vehículo de nuestra propia educación emocional, a través de la identificación con los protagonistas de la historia, o como puro ejercicio de entretenimiento.
Dentro de esa misma correlación de experiencias, aún tengo presente el olor a madera envejecida y cáscaras de pipas que te inundaba los pulmones cuando terminabas de subir las escaleras del
Imperial Cinema y te apresurabas a coger el mejor sitio para la sesión doble infantil, donde vi luchar a
Johnny Weismuller con leones y cocodrilos, a los
hermanos Marx llenar su camarote, a
Gene Kelly sucumbir a los encantos de
Lana Turner o a
Yul Brinner eligiendo a los otros seis magníficos.
Era un tiempo en el que también el Olivares Veas funcionaba como cine, y donde, una tarde de sábado en la que mi padre me llevó a ver
La isla del tesoro, Manuel Pérez Regordán se acercó a mi asiento para enseñarme cómo era una película “por detrás”: me condujo hasta la parte trasera del escenario y allí pude ver con enorme vértigo cómo las imágenes traspasaban la pantalla mientras Jim Hawkins se deshacía del pirata que le perseguía hasta lo alto del mástil de La Hispaniola.
En Arcos no ha habido quien le componga una canción al cine de
Pepe Suárez Parrilla tras su demolición, ni quien asegure haber visto a
Michael J. Fox aparcando su Delorean frente al Paseo o a
Dustin Hoffman y Meryl Streep discutiendo por la custodia de sus hijos sentados en un banco, pero eso no hará que olvide –es casi una deuda- el privilegio de haber disfrutado en pantalla grande de los clásicos que reestrenó en los 80, desde
King Kong a
Con la muerte en los talones, Mogambo, Senderos de gloria, Con faldas y a lo loco, Sonrisas y lágrimas, La muerte tenía un precio o West Side Story.
Nunca tuve la tentación de robar el cartel o los “affiches” del escaparate del cine, porque encontré otra forma de conseguirlos, pero por eso mismo entiendo el afán del Truffaut niño por hacerse con aquellas fotos-fijas, que venían a ser como atrapar un destello del celuloide de alguna película inolvidable o la mejor forma de tener presente junto a tu cama la promesa de amor eterno a las mismísimas
Marilyn, Ava Gardner, Natalie Wood o Debra Winger.
Y entiendo igualmente el empeño de Branagh por recordar los momentos vividos junto a su familia en un cine, porque también fue costumbre; como aquella noche de finales de verano en la que tiramos calle San Francisco arriba hasta la barriada de la Paz para ir al cine
del Carrera, que puso muy buenas películas durante muchos años, para ver
Lo que el viento se llevó. Y claro, mi madre acarreó bocadillos, jerseys y creo que algún cojín para soportar las casi cuatro horas de proyección sobre aquellas consistentes sillas de hierro que te dejaban el culo plano.
No se trata solo de un ejercicio de nostalgia, puesto que muchas de esas películas están ahora mismo a un clic de nuestro televisor o aguardando en la estantería de los dvd, sino de la claudicación ante una forma de ver y entender el cine, relegado cada vez más a las pantallas de una
tablet o un ordenador, o a la impersonalidad de las multisalas en serie, donde perduran las mismas emociones, pero con la sensación de haberles arrebatado parte de esa esencia que hizo de muchos cines patria chica de nuestra infancia: un domingo por la tarde, chocolatina o garrapiñadas, una sala a oscuras, buenos y malos, final feliz, aplausos y vuelta a casa rememorando puñetazos
* Este artículo ha sido publicado en la edición impresa de Viva Arcos, dentro de una sección coordinada por Pedro Sevilla en torno al mundo del cine.