La Fundación Ferrer i Guàrdia ha presentado, a las puertas de la Semana Santa, su informe sobre la religiosidad y laicidad en España en 2021. Según sus conclusiones, el número de ateos ha crecido un diez por ciento desde el inicio de la pandemia y representan actualmente al 37% de los españoles, 24 puntos más que en el año 2000. El porcentaje se eleva hasta el 63% entre los jóvenes de entre 18 y 24 años y al 56% si abarcamos hasta los 36 años.
Hay, no obstante, tres detalles, recogidos en la información publicada por El País, que desconciertan en torno al propósito del informe. El primero es que está elaborado a partir de los barómetros del CIS, cuya fiabilidad se encarga de poner en entredicho cada mes su máximo responsable. El segundo tiene que ver con el fracasado vínculo de sus datos con los escándalos por abusos sexuales en la Iglesia, que terminan descartando. Y el tercero es el que apela a los beneficios de una sociedad con menor número de creyentes, puesto que “cuando la intensidad de las creencias disminuye”, es más fácil “vivir todos juntos”, que es una frase que lo mismo podría valer para los que creen en el independentismo en Cataluña, que llegó a ser casi una especie de religión para muchos soberanistas, pero que parece sacada de algún libro de ciencia ficción o de una distopía de moda.
Será de Despeñaperros para arriba, como el padre José María Javierre, el cura rojo, pudo testimoniar tras abandonar su Huesca natal y establecerse durante medio siglo en Sevilla, donde dirigió El correo de Andalucía, para desgracia de los censores franquistas, y descubrió la importancia de la Semana Santa en la vida de los andaluces. De hecho, las alusiones geográficas incluidas en el resumen del citado informe sociológico pasan de puntillas sobre Andalucía, donde el padre Javierre, que reconoció ser “cofrade”, pero no “capillita”, siempre reivindicó la labor de las cofradías como gran sustento de la religiosidad popular y garantes de una labor social que ha quedado de manifiesto una vez más durante los peores momentos de la pandemia.
Es cierto que hay muchas personas que se reconocen no creyentes y que viven intensamente la Semana Santa, como el que asiste a una representación operística, como público, y se deja llevar por los sentidos, entregado a una experiencia siempre nueva o exultante, incluso turistas para los que no deja de ser una especie de atracción de carácter antropológico, pero son minoría frente a cuantos se entregan al reencuentro anual con sus devociones y participan dentro y fuera de una manifestación imperecedera en la que influyen tantos rasgos de nuestra propia identidad, esos mismos que ningún informe podrá desentrañar o plasmar en números y porcentajes, de la misma manera que no podemos medir la fe de cada uno.
Si, precisamente, lo que pretende abordar el contenido del informe es la existencia de una creciente crisis de fe, lo mismo cabe decir en lo que atañe al ámbito de las creencias en las instituciones, donde incluso podemos estar de acuerdo en incluir las de tipo religioso, pero también algunas de carácter administrativo y político, responsables asimismo de la incredulidad asentada en una sociedad harta de tantas decepciones, derivadas en muchos casos de los constantes fallos de un sistema que, a través de los procedimientos de urgencia, ha permitido a dos tipos sin prejuicios ni complejos fijarse una comisión de seis millones de euros como meros intermediarios del contrato de compra de mascarillas y test covid por los que terminó pagando el Ayuntamiento de Madrid 16 millones de euros.
Lo más triste del asunto es que la gente se escandaliza con las compras que hicieron con el dinero -coches de lujo, Rolex, un velero...-, como si lo obsceno no fuera la maniobra para obtener los seis millones de euros, sino el mal gusto o el descaro en desembolsarlo en caprichos, lo que nos sitúa de nuevo como los grandes incautos: nos hicieron creer que la cultura del pelotazo había llegado a su fin, que viene a ser lo mismo que se dice del diablo: su gran virtud fue hacernos creer que no existía.