Esta Semana Santa, que afronta ya la recta final de su conmemoración, pasará a la historia, entre otros motivos, por una doble paradoja. La primera, que no ha podido vivirse en plenitud en las calles, pero a causa de una lluvia imprescindible para el campo y para recuperar las cuencas: no podemos culpar a la meteorología de un bien. La segunda, que esa misma agua llega en respuesta a las rogativas impulsadas por la propia Iglesia diocesana “pidiendo el don de la lluvia” ante la sequía y reforzadas incluso con una ceremonia religiosa que incluyó el traslado del Santísimo Cristo de las Aguas desde San Dionisio a la Catedral de Jerez: rogamos a Dios en favor de la lluvia y esa misma lluvia ha privado ahora del reencuentro de los fieles con sus veneradas imágenes en las calles.
Es sólo una paradoja o, como suele decirse, “ha estado de Dios”, sin que ello nos prive de acudir a los templos cualquier día del año para reencontrarnos con esas mismas imágenes, que es el pretendido consuelo oficial frente a quien renueva y revive su fe a partir de ese mismo reencuentro en las calles, envuelto en la esencia casi operística de la representación de la Pasión y nutrido por el valor del recuerdo y las devociones personales.
Eso, porque también hay que reconocerlo y reivindicarlo, sigue vivo en buena parte gracias a la labor de las hermandades que, en el caso muy particular de Andalucía, son vínculo esencial entre el pueblo y la iglesia, y de forma muy especial entre los jóvenes que siguen formando parte de la iglesia y dándole vida.
El caso de Jerez puede ser uno de los más preclaros testimonios al respecto, donde en menos de un cuarto de siglo se ha pasado de 30 a 46 hermandades de penitencia -que serán 47 dentro de poco-, con una circunstancia más que significativa, y recordada esta semana por Ángel Revaliente, que nadie podía imaginar siquiera a finales del siglo XX que, en apenas veinte años, “se iban a ver penitentes por barrios tan populosos como el Polígono, Nazaret, Zona Sur, Constancia, San Juan de Dios, Las Torres, El Chicle, Pelirón, La Granja, Icovesa o Picadueñas”.
Puede que Jerez sea una excepcionalidad a ese respecto, pero no lo es la labor de todas las hermandades en cada municipio de la provincia, y mucho menos el protagonismo de su juventud cofrade, como pudimos comprobar la pasada pandemia con sus iniciativas en favor de las personas mayores y de los más necesitados. Eso que el padre José María Javierre ya advertía en los noventa sobre el valor de las cofradías en Andalucía como sostén de la espiritualidad cristiana -de las de Sevilla dijo que eran “la columna vertebral de la ciudad”-, ha cobrado un nuevo valor en nuestros días en medio de tanta confusión generalizada.
A esa confusión, a las amenazas, a los miedos de la sociedad contemporánea, se ha referido este Viernes Santo el Papa Francisco en sus reflexiones para el Vía Crucis, donde estableció similitudes entre cada una de las estaciones y el presente para abordar la crueldad reinante en las redes sociales, a las que “basta un teclado para insultar y publicar condenas”; pedir ayuda para “reconocer la grandeza de las mujeres, las que aún hoy siguen siendo descartadas, sufriendo ultrajes y violencia”; y escapar de la indiferencia “ante la locura de la guerra, ante los rostros de los niños que ya no saben sonreír, ante sus madres que los ven desnutridos y hambrientos sin tener siquiera más lágrimas que derramar”.
Son los mensajes que, redimensionados con ocasión de la Semana Santa, han de prevalecer ahora, aunque sigamos sumidos en mitad del desconcierto de la que también ha sido una Semana Santa sin precedentes -casi sin salidas procesionales-, y cuyo impacto, lo sabemos, trasciende también la devoción para llegar a lo económico, que en este caso se traduce en pérdidas para todos, desde los carritos de chucherías que preceden a cada cruz de guía hasta los bares y hoteles de cada ciudad. Eso y que aún quedan 379 días para el Domingo de Ramos.