Es cierto. No paro de escuchar, en cualquier parte, una expresión que se ha vuelto cotidiana:
“Estoy agotado”, “estoy agotada”. Incluso yo mismo creo haberla pronunciado en alguna ocasión, y no precisamente después de jugar un partido de fútbol, donde el agotamiento suele ser consolador.
En realidad hay motivos para estarlo; no sólo agotados, incluso hartos, y no creo que se deba a que hemos cultivado la posibilidad de convertirnos en unos blandengues acomodados y tibios, entre tanta corriente moralizante -“mainstream”, dicen los modernos- que resultan más represoras que liberadoras, sino como consecuencia de una necesidad autoimpuesta, que apenas habíamos detectado en la generación de nuestros padres, más empeñados en construir una nueva sociedad que en explotarla.
La revista
Time ha publicado recientemente un artículo de la
psicóloga Emily Ballesteros en el que se pretende dar respuesta a esta cuestión fundamental en nuestros días: “¿Por qué estamos más agotados que nunca?”. Su teoría hunde sus raíces en la pandemia, momento en el que se vivió
la “gran renuncia” -en 2021, 47,7 millones de personas renunciaron a sus trabajos en Estados Unidos y 50,5 lo hicieron en 2022-. Ese fenómeno se ha visto relevado ahora por lo que ella define como
“la era del gran agotamiento”, a causa de nuestra propia forma de vida, en la que ya no se da prioridad a las necesidades humanas, sino a las necesidades empresariales, y en la que hay numerosas situaciones que se suceden a nuestro alrededor que escapan a nuestro control y han terminado por quebrar toda esperanza, caso del cambio climático o las guerras.
El escritor
Francesc Miralles sostiene que un primer paso para salir de esa vorágine pasa por incorporar a nuestras vidas cotidianas un poco de
“sturm and drang” (tormenta e ímpetu), que invita a renunciar a controlarlo todo, como unos románticos desaforados. “La pandemia y la guerra han demostrado que el mundo es imprevisible, así que no tiene sentido tratar de anticiparnos a lo que sucederá. Lo único que está en nuestra mano es decidir qué hace cada cual con su vida”.
Pero hay otras muchas soluciones individuales con las que afrontar este inevitable desvarío en el que andamos instalados y que abarca desde el asiento de nuestra oficina a
las bombas israelíes que han asesinado esta semana a los
cooperantes del chef José Andrés, desde cualquier escaño del
Congreso o del Senado a los discursos de Trump o Putin, desde la cesta de la compra a un futuro distorsionado por la progresiva digitalización.
Entre esas otras soluciones, me quedo con la del psicólogo y filósofo
Paul Watzlawick, que escribió que era preferible “andar lleno de esperanza que llegar”, que es todo lo contrario a lo que tiene en mente buena parte de la clase política, obsesionada con llegar -y mantenerse-, cuando en realidad toda su obsesión queda reducida en algunas ocasiones tristemente célebres a una doble tragedia expresada con mayor exactitud por
George Bernard Shaw en su célebre aforismo:
“En la vida hay dos tragedias: no cumplir un deseo y cumplirlo”.
Por eso -y esto es algo que aprendí hace mucho tiempo, de tantos ejemplos a los que he sobrevivido- algunos incurren en el error de
forzar su propio destino, que es la forma más rápida de buscar su propia pérdida. Por eso mismo, también, hay momentos en los que optan por embarrar, por enredar, por insultar, por avergonzarnos y llevarnos al hartazgo, a la desafección. En ese momento nos encontramos ahora mismo... otra vez, como hemos tenido ocasión de comprobar esta semana de la mano de algunos de cuantos nos representan en la cámara alta y en la cámara baja, e incluso en algunos ayuntamientos.
Como escribió
Herman Hesse, “toda realidad destruye el sueño”. Lo triste es estar pagándole a alguien para que contribuya a ello, mientras nos atormentamos por sucumbir un día tras otro, por sentirnos cada vez más agotados.