No lo creo. Se irá The artist y llegará la parte dos de Amanecer, la tercera de Fuga de cerebros o la quinta de Torrente, para que el pública vuelva a comportarse como hasta ahora, pero, al menos, la ya popular cinta francesa de Michel Hazanavicius vuelve a poner de manifiesto la grandeza del cine como vehículo de emociones, sin importar el género, el argumento, los protagonistas o la procedencia: basta con saber contar una historia y forjar el vínculo con el espectador. Y eso, precisamente, es lo que hace The artist, que ya va camino de convertirse en la gran sorpresa de cara a la próxima edición de los Oscar, tras haber acaparado el máximo de candidaturas para la próxima gala de los Globos de Oro, entre ellos los de mejor película, dirección, actores protagonistas y banda sonora.
La película no parte de un argumento excesivamente original: una estrella americana del cine mudo observa cómo la llegada del sonoro pone fin a su carrera como artista, mientras que su compañera de reparto comienza a ascender de manera fulminante en el nuevo star system impulsado por las grandes compañías de Hollywood -aspectos ya tratados desde diferentes ángulos por clásicos como Cantando bajo la lluvia (como comedia musical) o El crepúsculo de los dioses (como drama absorbente)-. Ni siquiera es novedoso el hecho de hacer una película muda, algo que ya abordó Mel Brooks en su divertida Silent movie. Lo que convierte en original este nuevo filme es la propia y brillante osadía de Hazanavicius de recurrir al cine mudo para recrear el mundo real de quienes triunfaron en la ficción gracias al mismo y, especialmente, hacerlo en un momento como éste, en el que el cine en versión original y en blanco y negro parece producir alergia en el espectador adoctrinado. Suyo es el mérito y la lección magistral.