Alguna vez hemos hablado y escrito (dentro y fuera de estas páginas y de esta cabecera) acerca de la divulgación histórica y patrimonial, señalando a este respecto que la imagen de una ciudad tiene todo que ver con su Historia, con su presente (espejo de sus virtudes y defectos) y con su pasado (fuente y raíz de la realidad presente).
Lo que muestra una ciudad de sí misma, lo que es, tiene todo que ver con la manera que tienen los habitantes de dicha ciudad (esto es, el cuerpo social que la conforma como comunidad humana y que la habita como espacio físico) de concebirse y entenderse a sí mismo como una, insistimos, comunidad en el tiempo y el espacio, con su idea de sí misma como comunidad y con la manera que tiene dicha comunidad humana (dicha
civitas como conjunto humano) de entender a la ciudad (que es igualmente una
civitas como espacio físico habitado, homogéneo o disperso) en el tiempo y el espacio.
Las piedras que, labradas, dan forma a los perfiles y la silueta de una ciudad (de la silueta de una ciudad dada, de una ciudad determinada y concreta…, pongamos por caso, Sanlúcar de Barrameda…) nos hablan, por lo general de manera harto elocuente, sobre tiempos lejanos y momentos acaso monumentales, sobre glorias pasadas, quizá ya ajadas, quizá aún esplendentes, y nos hablan también, por qué no, de esperanzas por venir.
No es de recibo pasar por alto, y mucho menos olvidar que esas mismas piedras no son sino el reflejo sólido, estable, perdurable, del espíritu que una vez, quizá con afán de gloria, con fútil vanidad de antepasados perdidos en las brumas del olvido, o, por qué no, con la alegría de la prosperidad, en uno u otro de los casos, las reunió, las juntó y les dio forma vertical y horizontal para admiración de los coetáneos y de los postreros a su edificación.
La voluntad, el afán de pervivencia, la necesidad (como si tal existiera desde siempre, como si nunca hubiera existido, o jamás hubiese dejado de existir dicha necesidad…) de mostrar, de demostrar, de hacer palpable y manifiesto el poder tenido, asumido o pretendido, lo que se es o lo que se ha sido.
Y así nos damos de bruces con la vanidad a veces (tantas veces…, ¿siempre?), repetimos, en fin de cuentas, puesta de manifiesto de mil y una formas (y cantada ya en el
Eclesiastés, por ejemplo, en las páginas plurimilenarias del Antiguo Testamento…), encuentra (…siempre lo ha hecho…) en la ostentación, en el alarde, en la conversión en piedra del sentimiento, una forma natural (digámoslo así) de expresión, de manifestación…
Y esa ostentación, esa plastificación (en cuanto manifestación plástica, tangible) del poder -un poder deseado, anhelado, o sostenido y ejercido realmente, como venimos insistiendo, un poder económico, político, social- encontrará en la piedra (en la edificación de símbolos de dicho poder, en la construcción de monumentos a la posteridad y al poder, a la gloria y, en fin de cuentas, a la vanidad) uno de sus más inmediatos -y por ello mejores- mecanismos de manifestación…, cuando no el mejor de todos.
Apuntaremos la obviedad en este sentido de que el arte, la obra artística, el monumento (especialmente el construido en piedra, material y carne de la gloria por antonomasia), ha estado desde antiguo, desde siempre, ligado al poder (con toda seguridad y firmeza…).
No habremos de entraremos ahora y aquí en argumentos largos y complejos acerca de los orígenes, las razones, las pervivencias, los motivos y los aparejos de dicha cuestión…
Nos centraremos, únicamente, en la idea de que el monumento (religioso, civil, defensivo, simbólico) ha estado desde siempre estrechamente ligado al poder, a la jerarquía, a las élites capaces (y deseosas) de financiarlo y de emplearlo como instrumento de manifestación y evidencia de su capacidad, de su estatus, de su posición en la cúspide de la escala social.
Ya se trate del Estado (el que sea), de la Iglesia (la que sea, igualmente) o de la élite económica, social y política (de nuevo: la que sea…), y ya se trate de una u otra época, de uno u otro momento histórico, la piedra (acaso el material con el que con más fruición y asiduidad se construyen los sueños y se ensalza la vanidad) ha estado siempre al servicio del poder y ha servido para evidenciar y reflejar, solidificándolo, el orden social, la estructura del cuerpo social, la jerarquización de las sociedades jerárquicas, complejas.
Unas sociedades jerárquicas que lo son (y existen como tales) especialmente desde los inicios de la acumulación de excedentes, desde -o casi- el origen de la agricultura, y con ello de las sociedades de base territorial (complejas, como decimos) y de los estados tal y como [
grosso modo] los conocemos, esto es, desde el Mundo Antiguo (cuya comprensión es tan peligrosa para algunos, pues guarda las claves de las esencias del hoy y de la inteligencia de nuestra organización social, algo que se empeñan en que no comprendamos).
No estamos ahora y aquí pretendiendo poner negro sobre blanco unas pinceladas básicas (demasiado, por elementales) queriéndolas vestir con ínfulas de reflexión elevada.
Sólo apuntamos algunas cuestiones obvias (últimamente estoy, he de reconocerlo, crecientemente convencido -y por múltiples razones- de que va siendo cada vez más necesario, incluso imprescindible, insistir en lo obvio…), unas variaciones sobre el inagotable tema de la eterna danza del poder y la piedra…
Una danza cuyos pasos resulta posible contemplar y comprender aún mejor por el expediente y el procedimiento de, por ejemplo, dar un sencillo paseo visual (físico, material, o incluso virtual) por las calles de un casco histórico cualquiera de nuestra vieja y cansada Europa..., por las calles y plazas de un casco histórico de una de nuestras ciudades europeas…
Pongamos por caso, un paseo por el casco histórico de una ciudad pluricentenaria como es Sanlúcar de Barrameda, un entorno habitado que hunde sus raíces esenciales, además, en la densa bruma de los tiempos más remotos…