Entre unos y otros estamos acabando poco a poco con la civilización a la que estábamos acostumbrados. Todo parecía muy normalito. Parecía. La vida transcurría monótona y sin grandes sobresaltos. Aunque el panorama televisivo olía a blanco y negro, pronto la televisión en color la desplazó para siempre. Tampoco se salvaron las novelas radiadas en aquellas tardes interminables alrededor de una mesa camilla. Los novios escribían amorosas cartas a sus novias, los padres a sus hijos, los hijos a sus padres…
En ellas destacaba el encabezamiento: Espero que al recibir esta, te encuentres bien, nosotros bien a Dios gracias. Y a partir de ahí lo que había que decir se decía. Ya todo eso se acabó. A muy pocos cañaíllas se les ocurre hoy coger el bolígrafo, escribir cuatro cosas y llevarlas a Correos. Otro motivo puede ser para no tener que guardar la cola tan horrorosa que se forma allí todos los días. Es como volver al siglo XX. A la desaparición de las cartas siguió el FAX, que quedó como algo que ya no venía a cuento. Las comunicaciones iban avanzando, aunque en el manicomio nos entendíamos a base de pamplinas directas y no necesitábamos para nada la modernidad al tener comunicación directa con Napoleón, Juana la loca y otros grandes personajes de la historia. Las máquinas de escribir se fueron al garete junto con las academias en las que se enseñaba a teclear partiendo de ala, oro, ese…
Llegaron las máquinas electrónicas con su pequeña pantalla, aunque duraron poco tiempo, porque los ordenadores las eliminaron de mala manera. Después aparecieron los móviles, y, aunque los primeros en utilizarlos en la calle pasaron por ser auténticos gilipollas, sin embargo la realidad es que se fueron imponiendo. Hoy el gilipollas es el que no lleva móvil. Los primeros móviles eran más grandes que los zapatos de un payaso y muchas conexiones eran infernales. Después, a la vez que se fueron perfeccionando y reduciendo de tamaño, aparecieron los que cabían en el bolsillo pero que lo dejaban con telarañas. Como la cosa iba de adelantos, pronto se pudo comprobar la inutilidad de los teléfonos fijos. Hubo un primer paso sufrido por las yemitas de los dedos, que tenían que arrastrarse por el aparato en la dirección de las agujas del reloj hasta completar el número deseado aparte de que eran auténticos mamotretos. Se pasó más tarde a los teléfonos de botones que ahí están sin porvenir alguno.
Pero la noticia que nos ocupa hoy y que toca de lleno el corazón de los que guardamos imborrables recuerdos de nuestra infancia y de nuestra juventud es la última retirada de las cabinas de los teléfonos públicos. Las pobres se habían convertido ya en elementos decorativos, no tenían línea y estaban pidiendo a gritos su jubilación. Y todo por culpa de los móviles, que se han convertido en algo imprescindible sobre todo en manos de los niños. Ya se están retirando en toda España, mientras que los ingleses, con mucha vista comercial, los mantienen vivos e incluso los venden en miniatura a los turistas, que saben que comprando uno es como si compraran la viva y roja imagen de Inglaterra. No me extraña que ante esta situación de retirada de las cabinas españolas, la misma reina Isabel II, amante del pueblo español como así lo demostró con el Peñón de Gibraltar, haya elegido irse también a la otra vida.
En fin, adiós para siempre a las cabinas. No sé si llegaremos a darles también el adiós a los teléfonos móviles, pero que nos cojan confesados con lo que puede venir detrás de ellos.