Avalada por su vasto palmarés, al que acaba de añadir cinco nominaciones a los Oscar incluyendo mejor película -director y actriz protagonista- llega las salas Amor, la última película de Michael Haneke. Un filme brillante, pero nada reconfortante.
En esta ocasión, el director de La cinta blanca, Caché o Funny Games nos remueve con la historia de Georges y Anne, dos octogenarios que viven en París a los que dan vida un fantástico Jean-Louis Trintignant y una excepcional Emmanuelle Riva.
Su colosal trabajo le ha dispensado a la actriz gala el merecido honor de convertirse en la nominada al Oscar más vetusta de la historia. Curiosamente, una de sus rivales más temibles parece que es la candidata a la estatuilla más joven de la historia, Quvenzhané Wallis la niña de tan solo nueve años que protagoniza Bestias del sur salvaje. Si los académicos no se dejan llevar por su instintos paternalistas... el Oscar es suyo.
Riva y Trintignant encarnan a dos profesores de música clásica ya jubilados que disfrutan de sus pasiones comunes y de una plácida y, como suelen ser casi todas, rutinaria vejez. Anne sufrirá un grave percance médico que les ponga a prueba, a ellos y a su sólida relación, ante el indefectible final. Una lucha que no es heroica, ni bonita. Es cruda, dura e ingrata.
Como es habitual en el perverso cineasta austriaco, Haneke no busca que pasemos un rato agradable. En esta ocasión su propuesta es tierna a veces, melancólica otras, pero sobre todo es incomoda. Incluso desde el punto de vista formal. Nos obliga a mantener la mirada ante escenas que nos muestran realidades con las que nunca querríamos enfrentarnos y que se nos hacen, o más bien Haneke logra que se nos hagan --no se engañen, ese es su objetivo-- eternos e impúdicos.
Encerrados en las cuatro paredes de la casa parisina de Georges y Anne, uno tras otro se van sucediendo ante nosotros pasajes en los que la acción se ralentiza, se estanca en incómodos retazos de la realidad más íntima de la pareja. Planos y contraplanos quietos que rozan la barrera del pudor. Una extrema honestidad para que nos retorzamos un poco en nuestra confortable butaca, mientras nos invade una ingrata sensación mezcla de vergüenza, tristeza y desesperanza. Esa es la evidencia inequívoca de que Haneke roza el sobresaliente.
Quedan avisados. Quien espere encontrar en el filme de Haneke un romance crepuscular lleno de nostálgicas sensaciones, un amor marchito que rescata el aroma de antaño ante el ocaso de la vida, se dará de bruces con una brutal y demoledora historia. O quizá no. Puede que el amor que nos muestra Haneke sea precisamente la esencia de ese sentimiento, lo que queda cuando se le ha desnudado de todos accesorios que lo envuelven ya sea en forma de irrefrenable pasión o de edulcorada ternura. Puede que el verdadero amor sea como este: excepcional, lacerante y descarnado.