Necesitaba respirar y decidió salir al portón de la casa, en la calle Santa Cruz de la aljama. La luna tiznaba de blanco las sombras de la noche, bosquejándolas alargadas. La brisa, con paso lento, el aroma de los arrayanes acarreaba, contribuyendo a hacer de aquella hora, la más melancólica, la más aciaga. El agua de la fuente cercana, con tímido susurro, le presta consuelo conmovida, mientras le moja la cara. La soledad a jirones desgarrada, paseaba por la angostura del adarve. Noche triste, noche amarga. Acarició con los dedos el hueco de la mezuzá sobre la jamba, y sintió que le ardían la mano y las entrañas, al verla ya sin sentido, al ser desposeída de su alma. Año de mil trescientos noventa y uno, año de soflamas. El arcediano de Sevilla, sin justicia y sin corazón, al pueblo cristiano levantaba, y tras un cruento pogromo, de su patria lo expulsaba. Él que era hijo y nieto de judíos d´Jahen, él que jahenés se llamaba, cómo podía ser despojado de su hogar, su Israel, su tierra tan amada. No entendió ninguna razón, ni admitió ninguna causa. Sólo el odio al pueblo diferente, de costumbres milenarias, que se había mantenido fiel a su DiOs entre gentes zafias, logró cortar las raíces, echarlo de su casa. En la sinagoga, hoy muro de lamento de Santa Clara, había discutido con el rabino, si renunciar a su credo o a su patria. Al final vencieron las teologías y la identidad hebrea de su raza. No hubo tiempo de despedidas de los viejos amigos de las callejas acorraladas, que, con vergüenza y sin fe, conversos se quedaban. Con la caída de la tarde, a hurtadillas, celebró el último shabat. La menorá lo alumbraba y, con la visión de las estrellas, la havdalah recitaba: ¡Oh! Adonay, bendito Tú que lo sagrado y lo mundano separas. Era el paso al último día, al inicio de la semana. Se acerca la hora de la partida. Enajenado, recorrió lentamente las ruinas de la casa. Tomó algunos enseres, pero no su legado, ni su historia que para siempre quedaría trabada entre la cal de las tapias. El judío d’Jahén, acercó temblando la llave, que el hierro forjara, a la cerradura de bronce y sintió cómo ésta chirriaba, presintiendo que era la última vez que esa mano la rozaba. Aún era noche, aunque las primeras luces del alba apuntaban, cuando entre carros y mulos en recua, con seras de esparto para la carga, abandonó en silencio la judería, sin volver ni los pasos ni la cara. Salió erguido por la puerta abierta en la muralla, entre dos torres erectas, camino de Granada. Otras gentes y otros credos compasivos lo acogerían mañana. Lleva hilvanada en su túnica la incertidumbre y la rabia. Sobre su montura, con los ojos cerrados, sin saliva en la garganta, aguanta como hombre, el manar de las lágrimas. El judío d’Jahén, marchita la mirada, porta con orgullo sobre su cuello la llave de su casa. Por la vega del río Jaén, los judíos de la diáspora, abrigan la pena con la hiel de su lamento. No hay consuelo para tanto quebranto, ni abrazo para tanto duelo. Paró el jahenés su caballo alazán. Lo desmontó con gesto lento. Y volviendo el rostro mudado, recitó con voz diáfana: Shalom mi tierra querida, lugar donde me alumbraran, aquí se queda prendida el alma que me robaran.