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Lunes 18/11/2024
 
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La tribuna de Viva Sevilla

¿Qué debo estudiar?

Tribuna de opinión de Carmen Rodríguez Martínez. Doctora en Pedagogía. Universidad de Málaga

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José Ignacio Wert cree que los universitarios deben elegir sus itinerarios académicos de acuerdo a las necesidades del mercado, para conseguir empleo. Esta vinculación de la educación con el empleo, que es sin duda una parte de la función social de la escuela, se ha extendido como fin principal del sistema educativo, que debe dedicarse, según documentos europeos y nacionales, al desarrollo de destrezas para la empleabilidad, a conformar emprendedores y a una educación (incluso la secundaria) de transición para el empleo. La presentación de un estudio sobre producción científica en los países iberoamericanos ha llevado a repetir argumentos ya incluidos en el propio anteproyecto de reforma educativa.

La realidad de nuestro país no confirma estas teorías cuando emigran los jóvenes científicos, ingenieros e investigadores. Hemos invertido en una educación universitaria accesible a todos los niveles sociales, consiguiendo la generación mejor formada de nuestra historia, que o viven de sus familias o emigran a países donde sí demandan trabajadores con una formación cualificada. Lo que está ocurriendo se llama “fuga de cerebros” y no que “los estudiantes piensan en estudiar lo que les apetece”, en palabras de Wert.

Es evidente que la formación mejora la posibilidad de que los jóvenes encuentren empleo, pero la oportunidad de conseguirlo la deben proporcionar otras políticas sociales, el tejido industrial y el propio mercado laboral. No podemos cargar todas las responsabilidades sociales sobre la educación y los profesores con un discurso demagógico que crea alarma sobre el pretendido fracaso de la escuela para justificar cambios hacia modelos más eficientes y productivos.

Ello entra en contradicción con una propuesta de itinerarios en secundaria, que se inclina hacia una “formación académica” para aquellos estudiantes que se dirigen a la formación universitaria, con la subordinación de la formación profesional, a la que se denomina “formación aplicada” y que conduce al mundo del trabajo(sic).

Estos itinerarios, como hemos manifestado, segregan a los jóvenes a edades muy tempranas sin darles la posibilidad de elegir lo que les gusta. En este nuevo entorno, la excelencia, la selección y la insolidaridad de los programas neoliberales avanzan frente a la democratización de la escuela y su función compensadora.

Detrás de los argumentos del ministro de Educación, “el sistema falla porque la mitad de los titulados lo son en Ciencias Sociales”, está la valoración de la autoridad y sumisión que requiere el mercado de trabajo, donde la educación se convierte en un factor de producción, la clave del progreso individual  y de la riqueza de un país. En este tipo de formación se sustituyen los contenidos más humanísticos, reflexivos y deliberativos por otros técnicos, pretendidamente neutrales y conformistas y, en el caso de la nueva reforma, cargados de ideología aprobada por la jerarquía católica, que crean desigualdad. La producción del saber se restringe a ámbitos especializados que no pretenden transformar la sociedad sino sólo contribuir a los marcos ya creados. A pesar de requerir de una amplia formación, no nos ofrece capacidad de entendimiento, de control del entorno.

En este mismo sentido, el saber necesario para responder a niveles de excelencia, aplicado al trabajo productivo, es cada vez más especializado, más tecnológico, más instrumental. Atrás queda la formación de los estudiantes en el escenario diverso e igualitario que prometía la escuela, o su formación humanística, crítica y reflexiva para ser ciudadanos y ciudadanas que participen y mejoren la sociedad democrática.

Siendo conscientes de la importancia de la educación en el desarrollo económico del país, las ciencias sociales deben ser parte de la formación de cualquier estudiante en una sociedad con un mercado laboral plural  y cambiante. El constante sacrificio exigido y la renuncia al proyecto personal en aras de una racionalidad económica, que supedita las opciones de cada individuo a la eficiencia, competitividad y otros objetivos economicistas, convertirán este mundo en aquel “valle de lágrimas”, pero no para una salvación posterior, sino para el lucro y beneficio sin límites de los poderes que nos controlan.

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