España
no puede permitirse un confinamiento duro generalizado por muy breve que sea. Esta y no otra es la única razón por la que el Gobierno no cede a las presiones de algunas comunidades autónomas en los últimos días, aunque oficialmente el Ejecutivo se niegue a admitirlo. Sí lo hizo más o menos Juanma Moreno en noviembre pasado, cuando afirmó que
es el “último recurso” porque se infringe un “duro castigo” económico a sectores de la hostelería, del turismo y de la cultura, entre otros, e indicó que la tasa de paro en Andalucía superaría ampliamente el 30% de la población activa, por lo que reiteró que es la “última opción”. Sorprendió que a mediados de semana planteara el encierro total. Por fortuna,
ha rectificado y ha planteado
soluciones a la medida de la gravedad de la incidencia local del coronavirus: restricción total en municipios con más de 1.000 casos por cada 100.000 habitantes, pendientes de que Pedro Sánchez lo autorice, confinamiento perimetral en aquellos que cuentan con entre 500 y 1.000 positivos y control más laxo en los municipios con tasa inverior al medio millar. Es lo sensato.
¿Qué daño hace un señor que vende pan hasta las 20.00 horas? ¿Cuántos contagios se han registrado en un quiosco, en un centro comercial o en una cafetería? ¿Por qué cerrar los colegios cuando el primer trimestre se ha saldado sin graves incidencias? La reducción de los contactos sociales por medio de la reducción de la movilidad, aforos y horarios será suficiente siempre y
cuando asumamos la responsabilidad individual. Basta con cumplir como ciudadanos adultos nuestra parte para no pagar la factura del inclumplimiento de medidas sencillas, perfectamente asumibles.
El confinamiento duro es un fracaso. Un lujo para una parte cada vez mayor de españoles que, o bien porque estaban fuera del sistema antes de llegar la crisis, o bien viviendo al límite, no pueden afrontar este periodo de inactividad u optar a una ayuda. En otros muchos casos, la necesidad se ceba con quienes se han arruinado por la deuda contraída por el cierre de sus negocios o han perdido su empleo.
La respuesta de las administraciones es lenta e insuficiente. El Gobierno central ha fracasado en la tramitación del Ingreso Mínimo Vital, pero también con el resto de ayudas planteadas (moratorias en el pago del alquiler e hipotecas o los subsidios extraordinarios para las empleadas del hogar). La Junta ofrece, en palabra de los propios autónomos, “limosnas” de 1.000 euros que, tal y como se ingresan en cuenta, se esfuman en el pago a proveedores.
Los hospitales tienen aún cierto margen. Depende únicamente de nosotros.
Salgamos lo imprescindible: colegios, trabajos y compras o restauración. Renunciemos a la sobremesa, a las reuniones en casa con familiares y amigos. Y demostremos de una vez que podemos derrotar al virus con algo más que con medidas medievales. El virus no va a desaparecer. Toca convivir.
La segunda ola nos dio una lección. Sigámosla.