Si alguien se comprometía a iniciar cualquier juego, debía llegar hasta el final del mismo, que solía ser cuando todos los participantes se aburrían, porque esta innegociable regla solo se aplicaba entre componentes masculinos, que podríamos ser brutos, pero, sobre todo, caballeros. Faltaría más.
Ni siquiera la insistencia de las madres anunciando, a viva voz, la hora de la merienda, era suficiente motivo para abandonar la competición. Como mucho, se le permitían al jugador reclamado unos minutos para subir por el bocadillo y bajar a comérselo mientras seguía el juego. Así pues, no era difícil ver al que le tocaba ejercer de potro, agachado masticando mientras los demás saltaban por encima recitando los pasos de la Morena.
Pillar, Ranca, Catalina, Escondite, Pañolito... En todos los juegos era bastante frecuente ver como algunos competían con una mano ocupada en sostener la vianda de mortadela, chorizo o salchichón, que eran los embutidos predominantes. De esa forma, evidentemente, era muy difícil dar la talla.
Y si hablamos de mi juego favorito, casi había que ser equilibrista para tener opciones de victoria. Porque luchar por atrapar un pequeño palo volador se convertía en una empresa bastante complicada si se hacía con una sola mano.
Resulta que a la Billarda ya se jugaba en la Edad Media. Era emocionante seguir la trayectoria del palito en cuestión mientras intentabas conseguir una buena posesión para cazarlo antes que cayese al suelo para evitar así convertirte en perdedor de la partida.
Volviendo al tema principal de este artículo, hay que recordar que el juego había que acabarlo sí o sí. En caso contrario, el “desertor” debía sufrir una dolorosa penalización.
Mientras que el osado jugador que abandonaba preparaba sus posaderas para pagar su delito, el resto de los jugadores se colocaba en fila para infringir el castigo.
La primera patada correspondía al pan, un golpe que servía como aviso para lo que se avecinaba a continuación.
La segunda coz, el tocino, ya hacía que el castigado comenzara a arrepentirse de su decisión. Con la pringá, el tercer y más brutal impacto, el esquirol, con el culo ardiendo por la paliza, se juraba a sí mismo que jamás volvería a dejar un juego antes del final.
-“Hijo, a merendar”.
-Sí mamá, espera que me pase esta pantalla.
Y así, en la actualidad, el niño deposita su móvil, consola o tablet para hacer un ligero receso mientras se avitualla.
Para tranquilidad de alguna gente que haya podido considerar excesivo y cruel el tributo que pagábamos en nuestra infancia por querer escaquearnos, hoy ya no existe ni pan, ni tocino ni pringá que no se refieran a los componentes de una exquisita comida.
Aunque a ni me parece mucho más triste la innegable realidad de que casi no existan esos juegos que tan felices practicábamos.